domingo, 25 de enero de 2009

CARLOS JAVIER MORALES EN ESMIRNA




Hola amigos:

Como veis el pasado 16 de enero nos visitó Carlos Javier Morales, todo un lujo de poeta y ensayista.

Muchas gracias a Carlos Javier por haberse acercado a Esmirna. Realmente se le notó que es profesor, ya que nos ofreció una auténtica clase magistral en la que iba desgranando poemas.

Todos los que asistimos coincidimos en que fue una tertulia de alto voltaje, por los temas abordados y la profundidad con la que se trataron. Las pintas de después pusieron la guinda del pastel.

Como otras veces, subimos unos poemas del poeta invitado.

¡Hasta la próxima!

Equipo Esmirna.




Contra el azar

Cada acción nuestra imprime
toda una inmensidad de resonancias.
La decisión del beso
no fue un soplo de aire que acercó nuestros labios
y se perdió más tarde entre los bosques
para seguir hablando de otros temas:
el beso fue la cima,
la cúspide de nieve inmaculada
donde se alzan al fin tantas esperas,
tantas llamas crecientes
que elevan todo el fuego acumulado
a través de los días.
Nuestro beso fue el coro
que entonan al final nuestras palabras,
el río que convoca
a tantos afluentes de deseos
que optan por compartir un solo cauce
para desembocar a un mismo punto.
Eso fue nuestro beso,
que a su vez va engendrando
una selva de lianas que se cruzan
entre nosotros mismos,
hasta que nuestros pechos se desnuden
y confundan sus frutos.
Porque ninguna rama que teje nuestro abrazo
podrá quedarse seca;
porque vamos cargando para siempre,
por desgracia o fortuna,
cualquier gota de sangre que hayamos compartido.

(De Madrid como delirio, 1996)



Preguntas impertinenetes

Ahora dime tú, amigo desde siempre,
que te pasas los días esperando,
emborronando folios, buscando el nombre justo
que designe esta hora transcurrida;
leyendo las palabras infinitas
de todos esos libros que conviven contigo
y que han nombrado el mundo hasta el momento;
buscando con afán entre las líneas
tantas verdades hondas que aún no ha dicho nadie,
buscando la palabra necesaria
para vivir en paz hasta esta noche,
para alejar de ti tantos demonios
ocultos en las nubes de las grandes cuestiones inconclusas.
Y tú, que estás buscando lo que jamás encuentras,
¿hasta cuándo has pensado seguir en ese empeño?,
¿qué buscas en la calle donde paseas siempre?,
¿qué tienes que mirar que aún no conozcas?,
¿por qué aspiras el aire como un niño
cada vez que amanece en tu misma ventana?,
¿por qué sientes deseos de salir por la tarde?,
¿quién te expulsa de casa en esas horas?
¿Qué flor se te ha perdido en el camino?,
¿por qué vas los veranos a bañarte
en esa misma playa,
sabiendo que sus olas tan pequeñas jamás han refrescado
ese calor inmenso que sudas en tu vida?
¿Dónde miran tus ojos en el insomnio lento de las noches,
después de una jornada sin premios, sí, sin premios
y con muchos castigos, y con muchos cuchillos
clavados por la espalda muy elegantemente?
¿Dónde miran tus ojos, di:
dónde está tu esperanza?

(De La cuenta atrás, 2000)



La última tarde de Tomás de Aquino

Nunca escribió mirando la marea
romper contra las rocas.
Jamás pudo subir los Apeninos
y desde allí ser dueño de todo el horizonte
(Nunca vio el horizonte más allá de la puerta de su celda
y no fue nunca dueño de su cama).
Invitaciones, sí, tuvo bastantes,
pero pocos le vieron en las cortes
alimentando el vientre de su sabiduría
(Cuando asistió, por fin, a un gran banquete
nadie le oyó charlar entre los comensales,
nadie pudo escucharle
la palabra esperada y oportuna:
sólo mucho pavor sintieron todos
--incluso el anfitrión, San Luis de Francia--
cuando su puño inmenso rompió sobre la mesa,
rodaron las bandejas de faisanes,
las copas delicadas del champaña más viejo
y la espuma dorada de los vinos,
mientras el gordo fraile se hinchaba de alegría:
¡la solución hallada contra el maniqueísmo!).
Las calles de París, todas sus luminosas avenidas,
las radiantes fachadas de palacios,
las cúpulas más altas de los templos
esperaron sedientas la mirada del sabio dominico,
pero a él le seducía la hermosura posible
de hallar el manuscrito perdido del Crisóstomo,
y toda su cabeza la ocupaba
la dicha de este encuentro tan soñado.

Ahora esa aventura se disipa
en el cauce anchuroso de su larga memoria.
Su mente ya serena ha encontrado razones suficientes
contra los maniqueos,
contra el falso desprecio de la carne
en que Dios ha esculpido la imagen de su Hijo.
Su mente ha demostrado
lo que hasta ahora ha sido indemostrable.
Pero aún no termina su carrera
y la puntualidad severa con que acude al trabajo
sigue siendo su gozo matutino.
En su celda no caben
todos los manuscritos de su pluma
y anda buscando sitio a todas horas
porque hacia todas partes se le desborda el alma.

Esta tarde, como todas las tardes de la vida,
le espera el crucifijo al fin de la tarea.
A él le consulta todas las cuestiones
que aún han de resolverse,
y ahora ve más claro
que el tiempo corre más que las palabras.
Sus obras centellean como nunca
en esta biblioteca interminable:
sus obras terminadas le gritan que su obra no termina.
Él ha oído ese grito desde joven
y siempre ha puesto manos a la obra,
pues ha sabido siempre que esa obra no es suya
y no le pertenece ni el fin ni su principio.

Abraza el crucifijo, como siempre, con su ávida boca
y al fin se siente harto de esta vida
y muere junto a Aquél que por él muere,
mientras todos los frailes del convento
quisieran morir juntos esta noche
y ven que todavía
les falta mucho trecho del camino.

Otros han de decir que nunca amó,
que no frecuentó nunca los paseos de los enamorados,
que fue tal vez muy gordo para sentir el frío del rocío
en su compacta carne.
Dirán que fue una estatua
que no entendió el sentido de las fiestas,
la magia de la noche;
que no sintió el placer de las grandes jornadas,
que sólo supo el ser, no la existencia
--único fruto vivo de la vida--.
Dirán
que no estarán dispuestos a leerlo
pues nunca supo amar la plenitud del goce.
Tal vez si un día lo leen
sabrán por qué escribía sin cansancio,
por qué la plenitud fue tan difícil
y aún lo sigue siendo.

(De Años de prórroga, 2005)



Lección de historia natural

Brotan ansiosas las semillas debajo de la tierra
y su ansiedad la siento palpitando en mis lentas pisadas.
Brotan ansiosas las semillas en medio del invierno,
cuando ya me parece que los besos anuncian la muerte
y parece un absurdo que mañana vuelvan a nacer rosas
si ahora el aire se llena de niebla y nos cansa la vista,
si ahora todos los hombres se refugian a esperar en sus casas
que la noche nos duerma para siempre y nos despierte a todos
en un día tan vasto donde ya nadie nazca ni muera.

Brotan ansiosas las mujeres en sus jóvenes cuerpos
y en sus ojos se abren esas rosas que un día fueron nuestras,
y en sus pechos va latiendo la vida que darán a este mundo
cuando todos sentimos que este mundo ya ha vivido bastante.
Pasan delante de mi puerta dos novios que se ríen
y su risa va dejando en el aire un olor misterioso
y ese olor me recuerda los veranos en que yo me reía
cada vez que mi novia aseguraba que éramos eternos.

Vuelven las olas a la playa con impulso creciente
y se van con más prisa que nunca a donde no se sabe;
brilla la espuma temblorosa del sol del mediodía
cuando todos sentimos que es muy tarde y la playa está oscura.
Y no sé por qué todos no lloran en esta hora tan triste
y me asombro de ver tantos rostros mirando con ansia el futuro
y me asombra que todos, tal vez, no sintamos lo mismo.
Me pregunto si todos acaso no cargamos el peso del tiempo,
si es posible que mientras morimos aún broten con ansia semillas,
y que rosas, mujeres, amores y olas aún sigan naciendo.

(De Nueva estación, 2007)


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